Dormida estaba en el sueño más
profundo, como si hubiese bebido alguna pócima, algún brebaje embrujado.
Intentaba despertar a cada instante, pero no podía. Atada de pies y manos se
sentía, sus músculos atróficos no respondían a ningún llamado de auxilio de su
atormentado corazón. Cualquier intento de escapar de aquella pesadilla prolongaba
más aquella agonía.
Rodeada estaba de sombras, de
cuerpos sin forma, de seres sin vida, agónicos al igual que ella. Cuerpos
vencidos por la despiadada y más cruel de las mujeres que habitaba todas las
ciudades de la desolación. Eran los esclavos de La Soledad.
Y de la misma manera como a todos
ellos logró invadir sin piedad, Ella, La Soledad, buscaba lo mismo con el alma de
aquella indefensa. La tenía atrapada, encadenada y custodiada, en busca de
hacerla su esclava.
-¡Auxilio! Gritaba desconsolada,
pero su voz no tenía sonido, en cambio un eco ensordecedor volvía a sus oídos
sin respuesta alguna. -¿Acaso nadie me escucha? Gruñía dentro de sí.
En aquel momento sintió una
brisa fría en el rostro, justo en las mejillas. Era el beso de aquellos labios
fríos de la mujer que alguna vez fuera desconocida para ella, al mismo tiempo
que el mar se desplomaba sobre su ser.
La soledad es ese dolor
inconcebible que no duele pero molesta. Es ausencia y es presencia. Es tristeza
y es felicidad. Es el recuerdo mismo en el olvido de todo. Es desesperanza y es
desconfianza. Es lejanía y es encierro.
Es un desierto hermoso pintado
ante los ojos de una ciega. Es la gota de lágrima que se vuelve compañía como
agua que sacia la sed. Es esa mirada
cansada que no se ve, y es el esfuerzo de aquel grito que nadie escucha.
Es el eco de la nada que rebota
ante los sentidos…
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