Se levantó de su cama brutalmente,
como si hubiese escuchado que alguien la estaba llamando, pero solo fue su
imaginación, o tal vez la estaban llamando, pero desde el otro mundo. ¿Quién
sabe?
Toda la casa estaba vacía, eran las
siete de la mañana. Tenía que partir muy lejos, se movía por inercia, su cabeza
le daba vueltas y vueltas. No encontraba respuesta alguna. Sus ojos abiertos e
intactos casi no pestañeaban.
Se dio una ducha fría, se vistió,
apagó el silencio y salió a tomar el colectivo. A la vuelta de la casa prendió
un cigarrillo, el humo empapaba sus ojos y los dejaba rojos. El olor nauseabundo
impedía que las personas se le acercaran.
La palidez nunca había abandonado
su rostro, desde que era una niña. No tenía rumbo fijo, pero sin pensarlo
abordó el colectivo. Iba parada en el medio, con movimientos justos como para
no golpear a nadie.
Era una mañana muy fría. Sin
querer volteó la cabeza hacia un costado y vio parado a su lado a un hombre.
Sus manos estaban frías y temblaban. El hombre la miró y le sonrió. Era alto,
flaco, de ojos verdes, tenía el cabello negro y le cubría el cuello. Le había
sonreído de una manera tan anormal, socarronamente. Sus ojos producían una
mirada muy segura, muy penetrante, algo así como cuchillos en el medio del
corazón, eran hundidos pero saltones a la vez. Sus cejas fruncidas atemorizaban
aun más.
Ella volvió a mirar al frente,
por su mente empezaron a pasar miles y miles de rostros indescriptibles, a la
misma velocidad a la que un haz de luz desaparece. Las personas que caminaban
por la calle se asemejaban a almas en pena, se percibía sus rostros de
infelicidad, inseguridad y desesperación. Ese día hubiera de pasar algo
inolvidable en aquella inhóspita ciudad.
Todo lo que veía, lo que
imaginaba, lo que sentía, la dejaban cada vez más sin respuesta.
Unos kilómetros después bajó del
colectivo, la frecuencia cardiaca se le había acelerado bastante. El hombre
bajo detrás de ella. Debido a su miedo no percibió tal acto. Ella sentía que se
alejaba cada vez más de este mundo, de la realidad y sentía que no podía hacer
nada para cambiarlo. No podía sobrepasar tal obstáculo, su destino. No confiaba
en nadie más que en ella, su alma.
De pronto toda la ciudad queda
vacía, quedo atrás. El cielo se oscureció. La luz se apagó en su rostro. El hombre
la estiro del brazo compulsivamente. Su voz quedo muda, la de ella, intentando
pedir ayuda. Eran solo él y ella, el silencio.
El hombre no producía zumbido
alguno, la acariciaba lentamente. La inconsciencia asustada de ella le abatía
el alma, hablando mudamente. El hombre, psicópata, la empujo al suelo, él cayó
lentamente sobre su cuerpo. Surgían movimientos extraños. Los gemidos de la
mujer no se podían discernir. ¿Pedía auxilio o disfrutaba aquel dolor?
Una semana más tarde después de
la desaparición, se había encontrado el cadáver putrefacto, partes insoldables,
cabeza, brazos, piernas. En cada uno de ellos incrustado el símbolo nazi, como
si aquel maldito se estuviera burlando de la humanidad.
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